10 de diciembre de 2010

En busca de la plenitud



Escalera al cielo
Guevara Bernal Raziel
 
Por una cierta escalera de luz, tramo a tramo, buscaste la plenitud

en una cierta morada estrella destino.



6 de diciembre de 2010

La mala palabra



Mordisqueando la vida
Mary Morris
 
Las niñas buenas no podían decir esas cosas,

Las señoras elegantes tampoco,

ni las otras.

No podían decir ni esas cosas, ni las otras, porque no hay posibilidad de acceso a lo positivo sin su opuesto, el negativo revelador y revelado. Tampoco las otras mujeres, las no tan señoras, podían proferir aquellas palabras catalogadas de malas, las grandes, las gordas: las palabrotas. Las que nos descargan de todo el horror contenido en un cerebro a punto de estallar. Hay palabras catárticas, momentos del decir que deberían ser inalienables y nos fueron alienados desde siempre.

Durante mi infancia nos lavaron, a muchas de nosotras, la boca con agua y jabón cuando decíamos alguna de esas llamadas palabrotas, las palabras sucias, las malas palabras. Cuando proferíamos nuestra verdad. Después vinieron tiempos mejores, pero esas interjecciones y esos apelativos nada cariñosos quedaron para siempre disueltos en el detergente burbuja del jabón que limpia hasta las manchas de familia. Limpiar, purificar la palabra, la mejor forma de sujeción posible. Ya lo sabían en la Edad Media, y así se siguió practicando en las zonas más oscuras de Bretaña, en Francia, hasta unas pocas décadas atrás. A las brujas -y somos todas brujas-se les lavaba la boca con sal roja para purificarlas.

Y del dicho al hecho, de la palabra hablada a la palabra escrita: un solo paso. Que requiere toda la valentía de la que disponemos, porque creemos que es tan simple y sin embrago no, la escritura franqueará los abismos y por lo tanto hay que tener conciencia inicial del peligro, del abismo. Desatender las bocas lavadas, dejar que las bocas sangren hasta acceder a ese territorio donde todo puede y debe ser dicho. Con la conciencia de que hay tanto por explorar, tanta barrera por romper, todavía.

Es una lenta e incansable tarea de apropiación, de transformación. De ese lenguaje hecho de “malas palabras” que nos fue vedado a las mujeres durante siglos y del otro lenguaje, el cotidiano, que debíamos manejar con sumo cuidado, con respeto y fascinación porque de alguna manera no nos pertenecía. Ahora estamos rompiendo y reconstruyendo, la tarea es ardua. Estamos ensuciando con ganas esas bocas lavadas, adueñándonos del castigo sin permitirnos en absoluto la autolástima.

Luisa Valenzuela
(fragmento)

23 de noviembre de 2010

El mensaje

Diego Rivera
Claro que yo no podía imaginarlo siguiera, pero es con mi falta de imaginación, y con la suya, lector, y con la de todos nosotros, que la historia va llenando sus huecos, el tiempo sus horas, y la escritura sus blancos.

Yo no podía imaginarlo, es cierto, y fue gracias a los pocos indicios que pudo dejar Alejandro como llegué a enterarme de lo que ahora voy a contar.

Trataré de ahorrar algunos detalles terribles: su vida fue demasiado pura para que la manchemos con miedos. Ni siquiera la muerte llegó a destruirlo, y si eso fue lo que intentaban sus captores –borrarlo, ensuciarlo- no cabe duda de que no lo consiguieron. La misma noche durante la cual Alejandro, encerrado entre cuatro paredes, estaba padeciendo las últimas torturas, crecía aunque sus enemigos lo ignoraran. Ellos pensaron seguramente que aniquilarían a un hombre, y él, mientras tanto, se multiplicaba, encontraba detrás de sí las huellas de un mensaje que buscaría solo al destinatario y alcanzaría, tal vez, a sus adecuados intérpretes.

Los hechos (llegué a entender por el mismo Alejandro) sucedieron aproximadamente así: había estado rondando todo ese día por diferentes barrios y por distintas casas amigas; las encontró inesperadamente desiertas. Presumiblemente, las razzias habían sido alertadas de antemano, y cada uno pensó en su propia seguridad. Alejandro pudo regresar, después de largas y complicadas recorridas, lenta, muy lentamente, al centro. Allí, gracias a alguien supo que el cerco estaba tendido.

Viendo los limitados movimientos que podía permitirse, decidió lo insólito: ir a su propia casa. Habrá deducido (tengo que pensar) que no se les iba a ocurrir buscarlo justamente allí. O que era mejor, al fin de cuentas, que todo terminara precisamente allí. No había nadie en las casas fraternas, todos estaban en lugares seguros (quizá todos habían caído), y Alejandro eligió su propio centro antes que otro sitio cualquiera.

Llegaron, inevitablemente llegaron, y desde ese instante la noche fue para él un infierno, pero aun en medio de la canalla y del fuego tuvo aliento para inscribir un trozo de su historia, ese fragmento que ahora yo le transmito a usted para que usted lo transmita a su vez a otro y así se salve.

Mi triste privilegio proviene de un conjunto de azares que, esa noche, dejaron de ser casuales: haber sido su amigo desde la infancia; no haberme mezclado jamás en sus luchas políticas (por vivir, como decía él, “siempre en las nubes poéticas”); haber tenido Alejandro la certeza de que, por mi condición insospechable, sería uno de los primeros en ver y en poder contar lo que vi.

Conocemos muy poco del mundo presente, y mucho menos todavía de un improbable futuro. Si él llegara a ocurrir, y si en su transcurso los hombres leyeran aún estas líneas, en las que torpemente traduzco los signos que mi amigo dejó, quizás cobren algún sentido. Por ahora, cumplo un deber: el de testimoniar cuanto sé.

La casa es una modesta construcción de principios de siglo, con un largo corredor que da a numerosas habitaciones. Ignoro en cuál de todas ellas lo sometieron, porque en todas había un colosal y parecido desorden. Pero fue en la del fondo, la más pequeña, con piso de tierra, donde transcurrieron sus últimos momentos. Cuando la visite, estaba completamente vacía. Sin embargo, algo llamó mi atención: un extraño cuadrado en el suelo, con algunas piedritas encima.

Nadie iba a ser tan tonto como para dejar en manos de un condenado papel y lápices. Pero nadie iba a ser tan perspicaz para advertir que unas simples piedras y el suelo de tierra mi amigo podría comunicar mucho más que lo que nosotros mismos alcanzamos hoy a leer.

Alejandro diseño prolijamente un tablero de ajedrez sobre el piso. Levantó la tierra en treinta y dos casillas para que fueran las negras, y luego me dijo: cuatro o cinco piedras menores están diseminadas por el tablero; ocupan sólo casillas negras, las del centro, como verás. La piedra notoriamente más grande está en la casilla que corresponde al rey blanco. Recuerdo mi nombre y las bromas imperiales que te soportaba cuando éramos muchachos. Recuerdo que te desvivías por enseñarme este juego, y que lo sabés mejor que yo: sólo muy casualmente el rey, con sus movimientos mínimos, muere en mitad del tablero. Comprendé entonces que estaba perdido; que ellos, los oscuros, ocupaban el centro; que las casas blancas se habían vaciado. Comprendé que me rodearon, que resistí hasta el final, y que caí dignamente. Comprendè que durante una misma noche fui perseguido, fui acorralado, fui rey, fui condenado y asesinado, conocí mi centro, pasé mi umbral, abrí mi puerta, gané para siempre mi casa. Y concedé también que, como te hubiera gustado, me hice poeta, pero sin una sola palabra. Salvo con esta piedra que los años limarán hasta que se parezca a aquélla con la que un rey, en su humilde cueva, dibujó los primeros bisontes.

Mario Goloboff

14 de julio de 2010

EL grito manso


Freire, Paulo. El grito manso. Paulo Freire. 2ª. Ed. Buenos Aires : Siglo Veintiuno, 2009. ISBN 978-987-629-034-0



Palabras clave: Educación; Pedagogía crítica; Práctica docente

La obra contiene una de las últimas intervenciones públicas de Paulo Freire y es, a un tiempo, expresión de su pensamiento maduro y encuentro comprometido con quienes trabajan día a día con sus ideas. En él se recogen sus reflexiones acerca de los problemas que asedian la práctica de la educación en el filo del siglo XXI, en este contexto a la vez vulnerable y esperanzado, también sus ideas acerca de la historia, el cambio social, las utopías y la responsabilidad del hombre en el mundo globalizado.

Intervenimos en el mundo a través de nuestra práctica concreta, de la responsabilidad, cada vez que somos capaces de expresar la belleza del mundo. Cuando los primeros humanos dibujaron en las rocas figuras animales ya intervenían estéticamente sobre su entorno, y como sin duda ya tomaban decisiones morales, también intervenían de manera ética. Justamente cuando nos tornamos capaces de cambiar el mundo, de transformarlo, de hacerlo más bello o más feo, nos volvemos seres éticos.

Práctica de la pedagogía crítica



Ante todo, no es posible ejercer la tarea educativa sin preguntarnos, como educadores y educadoras, cuál es nuestra concepción de hombre y de mujer. Toda práctica educativa implica esta indagación: qué pienso de mí mismo y de los otros. Hace tiempo, en Pedagogía del oprimido, analicé lo que ahí denominaba la búsqueda del ser más. En ese libro defendí al hombre y a la mujer como seres históricos que se hacen y se rehacen socialmente. Es la experiencia social la que en última instancia nos hace, la que nos constituye como estamos siendo. Me gustaría insistir en este punto: los hombres y las mujeres, en cuanto seres históricos somos seres incompletos, inacabados e inconclusos. La inconclusión del ser no es, sin embargo, exclusiva de la especie humana ya que abarca también a cada especie vital. El mundo de la vida es un mundo permanentemente inacabado, en movimiento. Sin embargo, en un momento particular de nuestra experiencia histórica, nosotros, mujeres y hombres, conseguimos hacer de nuestra existencia algo más que meramente vivir. En cierto sentido, los hombres y las mujeres inventamos lo que llamamos la existencia humana: nos pusimos de pie y liberamos las manos; la liberación de las manos es en gran parte responsable de lo que somos. La invención de nosotros mismos como hombres y mujeres fue posible gracias a que liberamos las manos para usarlas en otras cosas. Hicimos esa cosa maravillosa que fue la invención de la sociedad y la producción del lenguaje. Y fue ahí, en medio de ese salto que dimos, que mujeres y hombres alcanzamos esa instancia formidable que fue comprender que somos incompletos. Los árboles o los otros animales también son incompletos, pero no tienen conciencia de ellos. Sabemos que somos inacabados y en esta radicalidad de la experiencia humana, reside la posibilidad de la educación. La conciencia del inacabamiento creó lo que llamamos la “educabilidad del ser”. La educación es entonces una especificidad humana.

Este inacabamiento consciente de sí es el que nos va a permitir percibir el no yo. Tú, por ejemplo, eres el no yo de mí. Y la presencia del mundo natural, en tanto no yo, va a actuar como un estímulo para desarrollar el yo. En ese sentido, es la conciencia del mundo la que crea mi conciencia. Conozco lo diferente de mí y en ese acto me reconozco. Obviamente, las relaciones que empezaron a establecerse entre el nosotros y la realidad objetiva abrieron una serie de interrogantes, y esos interrogantes llevaron a una búsqueda, a un intento de comprender el mundo y entender nuestra posición en él. Es en ese sentido que yo uso la expresión “lectura del mundo” como instancia precedente a la lectura de las palabras. Muchos siglos antes de saber leer y escribir, los hombres y las mujeres han estado inteligiendo el mundo, captándolo, comprendiéndolo, leyéndolo. Esa capacidad de captar la objetividad del mundo proviene de una característica de la experiencia vital que nosotros llamamos “curiosidad”.

La curiosidad es, junto con la conciencia del inacabamiento, el motor esencial del conocimiento. La curiosidad nos empuja, nos motiva, nos lleva a develar la realidad a través de la acción. Curiosidad y acción se relacionan y producen diferentes niveles de curiosidad. Lo que procuro decir es que, en determinado momento, empujados por la propia curiosidad, el hombre y la mujer en proceso, en desarrollo, se reconocieron inacabados, y la primera consecuencia de ello es que el ser que se sabe inacabado entra en un permanente proceso de búsqueda. Como consecuencia casi inevitable de saber que soy inacabado, me inserto en un movimiento constante de búsqueda, no de búsqueda puntual de esto y aquello, sino de búsqueda absoluta, que puede llevarme a la búsqueda de mi propio origen, que puede conducirme a una búsqueda de lo trascendental. Si hay algo que contraría la naturaleza del ser humano, ese algo es la no búsqueda, por lo tanto, la inmovilidad. Uno puede ser profundamente móvil y dinámico aun estando físicamente inmóvil, y a la inversa. De modo que, cuando hablo de esto no hablo de la movilidad o inmovilidad física, hablo de la búsqueda intelectual, de mi curiosidad entorno de algo, del hecho de que pueda buscar aun cuando no encuentre. Por ejemplo, puedo pasarme la vida en búsquedas que aparentemente no resultan gran cosa y sin embargo el hecho de buscar resulta fundamental para mi naturaleza de ser buscador. Ahora bien, no hay búsqueda sin esperanza, y no la hay porque la condición humana es hacerlo con esperanza. Por esta razón sostengo que la mujer y el hombre son esperanzados, no obstinados, sino como seres buscadores. Ésta es la condición del buscar humano: hacerlo con esperanza. La búsqueda y la esperanza forman parte de la naturaleza humana. Buscar sin esperanza sería una enorme contradicción. Por esta razón, la presencia de ustedes en el mundo, la mía, es una presencia de quienes andan y no de quienes simplemente están. Y no es posible andar sin esperanza de llegar. Por eso no es posible concebir un luchador desesperanzado. Lo que sí podemos concebir son momentos en que uno se detiene y se dice a sí mismo: no hay nada que hacer. Esto es comprensible, entiendo que se caiga en esta posición. Lo que no comparto es que se permanezca en esa posición. Sería como una traición a nuestra propia naturaleza esperanzada y buscadora.

Estas reflexiones tienen como objetivo marcar hitos esenciales de nuestra práctica educativa. ¿Cómo puedo educar sin estar envuelto en la comprensión crítica de mi propia búsqueda y sin respetar la búsqueda de los alumnos? Esto tiene que ver con la cotidianidad de nuestra práctica educativa como hombres y mujeres.

Otro hito fundamental de la práctica educativa es la inconclusión, dado que es en esa inconclusión que el ser humano se torna educable. Todo educando, todo educador, se descubre como ser curioso, como buscador, indagador inconcluso, capaz sin embargo de captar y transmitir el sentido de realidad. Es en el propio proceso de inteligibilidad de la realidad que la comunicación de lo que fue inteligido se vuelve posible. Por ejemplo: en el momento mismo en que comprendo, en que razono cómo funciona un micrófono, voy a poder comunicarlo, explicarlo. La comprensión implica la posibilidad de la transmisión. En lenguaje más académico diría: “la inteligibilidad encierra en sí misma la comunicabilidad del objeto inteligido.”

Una de las tareas más hermosas y gratificantes que tenemos por delante los profesores y las profesoras es ayudar a los educandos a construir la inteligibilidad de las cosas, ayudarlos a aprender a comprender y a comunicar esa comprensión de los otros.

La obligación de profesores y profesoras no es caer en el simplismo, porque el simplismo oculta la verdad, sino la de ser simples. La simplicidad hace inteligible el mundo y la inteligibilidad del mundo trae consigo la posibilidad de comunicar esa misma inteligibilidad. Es gracias a esta posibilidad que somos seres sociales, culturales, históricos y comunicativos. Profesores y profesoras democráticos intervenimos en el mundo a través del cultivo de la curiosidad y de la inteligencia esperanzada, que se desdoblan en la comprensión comunicante del mundo. Y se hace de diversas maneras: intervenimos en el mundo a través de nuestra práctica concreta, de la responsabilidad, de una intervención estética, cada vez que somos capaces de expresar la belleza del mundo. Justamente, nos volvemos seres éticos. Somos nosotros, los humanos, los que tenemos la posibilidad de asumir una opción ética, quienes hacemos las cosas.

¿Cómo trabajo el problema de la esperanza jacqueada por la desesperanza? ¿Qué hago? ¿Bajo los brazos? Tenemos que educar a través del ejemplo sin pensar por ello que vamos a salvar el mundo. El mundo se salva si todos, en términos políticos, “peleamos” por salvarlo. ¿Nos quedamos con las expresiones fatalistas? ¿Nos quedamos con la ideología inmovilizadora? Ni el hambre, ni el desempleo son fatalidades en el mundo. Millones de dólares viajan diariamente por las computadoras del mundo de sitio en sitio buscando dónde rinden más. Esto tampoco es una fatalidad. Es preciso desafiar esa ideología inmovilista. No hay inmovilismos en la historia. Siempre hay algo que podemos hacer y rehacer. Se habla mucho de la globalización. Ésta aparece como una especie de entidad abstracta que se creó a sí misma de la nada y frente a la cual nada podemos hacer. La globalización sólo representa un momento de un proceso de desarrollo de la economía capitalista que llegó a este punto a partir de una orientación política particular que no necesariamente es única.

A manera de cierre, no hay práctica docente sin curiosidad, sin incompletud, sin capacidad de intervenir en la realidad, sin capacidad de ser hacedores de historia siendo, a su vez, hechos por la historia. Una de las tareas fundamentales es elaborar una pedagogía crítica. En función y en respuesta de nuestra propia condición humana, como seres conscientes, curiosos y críticos, la práctica del educador, de la educadora, consiste en luchar por una pedagogía crítica que nos de instrumentos para asumirnos como sujetos de la historia. Y esta práctica deberá basarse en la solidaridad. Quizá nunca como en este momento necesitamos tanto de la significación y de la práctica solidaria. “Para terminar, reitero: sigo con la misma esperanza, con la misma voluntad de lucha que cuando empecé. Me resisto a la palabra viejo, no me siento viejo, en todo caso me siento utilizado, lleno de esperanzas y de ganas de luchar.”



“… quien enseña aprende al enseñar,
y quien aprende enseña al aprender…”

Citas de Paulo Freire

“La enseñanza de la lectura y de la escritura de la palabra a la que falte el ejercicio crítico de la lectura y la relectura del mundo es científica, política y pedagógicamente manca.”

“No es posible vivir, mucho menos existir, sin riesgos. Lo fundamental es prepararnos para saber correrlos bien.”

“Mi deber ético, en cuanto uno de los sujetos de una práctica imposiblemente neutra –la educativa- es expresar mi respeto por las diferencias de ideas y posiciones.”

“[Educadores y educadoras] cuanto más tolerantes, cuanto más transparentes, cuanto más críticos, cuanto más curiosos y humildes sean tanto más auténticamente estarán asumiendo la práctica docente.”

“Un profesor que no toma en serio su práctica docente, que por eso mismo no estudia y enseña mal lo que mal sabe, que no lucha por disponer de las condiciones materiales indispensables para su práctica docente, no coadyuva la formación de la imprescindible disciplina intelectual de los estudiantes. Por consiguiente, se anula como profesor.”

“El proceso educativo es sobre todo ético. Exige de nosotros constantes pruebas de seriedad. Una de las buenas cualidades de un profesor o de una profesora, es darles testimonio a los alumnos de que la ignorancia es el punto de partida de la sabiduría, que equivocarse no es pecado, sino que forma parte del proceso de conocer y que el error es un momento de la búsqueda del saber.”

“La curiosidad es, junto con la conciencia del inacabamiento, el motor esencial del conocimiento”.

“La utopía posible, no solamente en Latinoamérica sino en el mundo, es la reinvención de las sociedades, en el sentido de hacerlas más humanas, menos feas, en el sentido de transformar la fealdad en belleza. La utopía posible es trabajar para hacer que nuestras sociedades sean más vivibles, más deseables para todo el mundo, para todas las clases sociales”.

“… para mí es una certeza: cambiar es difícil pero posible.”

“No hay nada que esté fatalmente determinado en el mundo de la cultura.”

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