23 de noviembre de 2010

El mensaje

Diego Rivera
Claro que yo no podía imaginarlo siguiera, pero es con mi falta de imaginación, y con la suya, lector, y con la de todos nosotros, que la historia va llenando sus huecos, el tiempo sus horas, y la escritura sus blancos.

Yo no podía imaginarlo, es cierto, y fue gracias a los pocos indicios que pudo dejar Alejandro como llegué a enterarme de lo que ahora voy a contar.

Trataré de ahorrar algunos detalles terribles: su vida fue demasiado pura para que la manchemos con miedos. Ni siquiera la muerte llegó a destruirlo, y si eso fue lo que intentaban sus captores –borrarlo, ensuciarlo- no cabe duda de que no lo consiguieron. La misma noche durante la cual Alejandro, encerrado entre cuatro paredes, estaba padeciendo las últimas torturas, crecía aunque sus enemigos lo ignoraran. Ellos pensaron seguramente que aniquilarían a un hombre, y él, mientras tanto, se multiplicaba, encontraba detrás de sí las huellas de un mensaje que buscaría solo al destinatario y alcanzaría, tal vez, a sus adecuados intérpretes.

Los hechos (llegué a entender por el mismo Alejandro) sucedieron aproximadamente así: había estado rondando todo ese día por diferentes barrios y por distintas casas amigas; las encontró inesperadamente desiertas. Presumiblemente, las razzias habían sido alertadas de antemano, y cada uno pensó en su propia seguridad. Alejandro pudo regresar, después de largas y complicadas recorridas, lenta, muy lentamente, al centro. Allí, gracias a alguien supo que el cerco estaba tendido.

Viendo los limitados movimientos que podía permitirse, decidió lo insólito: ir a su propia casa. Habrá deducido (tengo que pensar) que no se les iba a ocurrir buscarlo justamente allí. O que era mejor, al fin de cuentas, que todo terminara precisamente allí. No había nadie en las casas fraternas, todos estaban en lugares seguros (quizá todos habían caído), y Alejandro eligió su propio centro antes que otro sitio cualquiera.

Llegaron, inevitablemente llegaron, y desde ese instante la noche fue para él un infierno, pero aun en medio de la canalla y del fuego tuvo aliento para inscribir un trozo de su historia, ese fragmento que ahora yo le transmito a usted para que usted lo transmita a su vez a otro y así se salve.

Mi triste privilegio proviene de un conjunto de azares que, esa noche, dejaron de ser casuales: haber sido su amigo desde la infancia; no haberme mezclado jamás en sus luchas políticas (por vivir, como decía él, “siempre en las nubes poéticas”); haber tenido Alejandro la certeza de que, por mi condición insospechable, sería uno de los primeros en ver y en poder contar lo que vi.

Conocemos muy poco del mundo presente, y mucho menos todavía de un improbable futuro. Si él llegara a ocurrir, y si en su transcurso los hombres leyeran aún estas líneas, en las que torpemente traduzco los signos que mi amigo dejó, quizás cobren algún sentido. Por ahora, cumplo un deber: el de testimoniar cuanto sé.

La casa es una modesta construcción de principios de siglo, con un largo corredor que da a numerosas habitaciones. Ignoro en cuál de todas ellas lo sometieron, porque en todas había un colosal y parecido desorden. Pero fue en la del fondo, la más pequeña, con piso de tierra, donde transcurrieron sus últimos momentos. Cuando la visite, estaba completamente vacía. Sin embargo, algo llamó mi atención: un extraño cuadrado en el suelo, con algunas piedritas encima.

Nadie iba a ser tan tonto como para dejar en manos de un condenado papel y lápices. Pero nadie iba a ser tan perspicaz para advertir que unas simples piedras y el suelo de tierra mi amigo podría comunicar mucho más que lo que nosotros mismos alcanzamos hoy a leer.

Alejandro diseño prolijamente un tablero de ajedrez sobre el piso. Levantó la tierra en treinta y dos casillas para que fueran las negras, y luego me dijo: cuatro o cinco piedras menores están diseminadas por el tablero; ocupan sólo casillas negras, las del centro, como verás. La piedra notoriamente más grande está en la casilla que corresponde al rey blanco. Recuerdo mi nombre y las bromas imperiales que te soportaba cuando éramos muchachos. Recuerdo que te desvivías por enseñarme este juego, y que lo sabés mejor que yo: sólo muy casualmente el rey, con sus movimientos mínimos, muere en mitad del tablero. Comprendé entonces que estaba perdido; que ellos, los oscuros, ocupaban el centro; que las casas blancas se habían vaciado. Comprendé que me rodearon, que resistí hasta el final, y que caí dignamente. Comprendè que durante una misma noche fui perseguido, fui acorralado, fui rey, fui condenado y asesinado, conocí mi centro, pasé mi umbral, abrí mi puerta, gané para siempre mi casa. Y concedé también que, como te hubiera gustado, me hice poeta, pero sin una sola palabra. Salvo con esta piedra que los años limarán hasta que se parezca a aquélla con la que un rey, en su humilde cueva, dibujó los primeros bisontes.

Mario Goloboff

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