6 de diciembre de 2010

La mala palabra



Mordisqueando la vida
Mary Morris
 
Las niñas buenas no podían decir esas cosas,

Las señoras elegantes tampoco,

ni las otras.

No podían decir ni esas cosas, ni las otras, porque no hay posibilidad de acceso a lo positivo sin su opuesto, el negativo revelador y revelado. Tampoco las otras mujeres, las no tan señoras, podían proferir aquellas palabras catalogadas de malas, las grandes, las gordas: las palabrotas. Las que nos descargan de todo el horror contenido en un cerebro a punto de estallar. Hay palabras catárticas, momentos del decir que deberían ser inalienables y nos fueron alienados desde siempre.

Durante mi infancia nos lavaron, a muchas de nosotras, la boca con agua y jabón cuando decíamos alguna de esas llamadas palabrotas, las palabras sucias, las malas palabras. Cuando proferíamos nuestra verdad. Después vinieron tiempos mejores, pero esas interjecciones y esos apelativos nada cariñosos quedaron para siempre disueltos en el detergente burbuja del jabón que limpia hasta las manchas de familia. Limpiar, purificar la palabra, la mejor forma de sujeción posible. Ya lo sabían en la Edad Media, y así se siguió practicando en las zonas más oscuras de Bretaña, en Francia, hasta unas pocas décadas atrás. A las brujas -y somos todas brujas-se les lavaba la boca con sal roja para purificarlas.

Y del dicho al hecho, de la palabra hablada a la palabra escrita: un solo paso. Que requiere toda la valentía de la que disponemos, porque creemos que es tan simple y sin embrago no, la escritura franqueará los abismos y por lo tanto hay que tener conciencia inicial del peligro, del abismo. Desatender las bocas lavadas, dejar que las bocas sangren hasta acceder a ese territorio donde todo puede y debe ser dicho. Con la conciencia de que hay tanto por explorar, tanta barrera por romper, todavía.

Es una lenta e incansable tarea de apropiación, de transformación. De ese lenguaje hecho de “malas palabras” que nos fue vedado a las mujeres durante siglos y del otro lenguaje, el cotidiano, que debíamos manejar con sumo cuidado, con respeto y fascinación porque de alguna manera no nos pertenecía. Ahora estamos rompiendo y reconstruyendo, la tarea es ardua. Estamos ensuciando con ganas esas bocas lavadas, adueñándonos del castigo sin permitirnos en absoluto la autolástima.

Luisa Valenzuela
(fragmento)

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