1 de julio de 2010

Por qué se pelean los chicos en la escuela: cómo se desencadenan los conflictos



Ruggiero, María Laura. Por qué se pelean los chicos en la escuela: cómo se desen­cadenan los conflictos. Buenos Aires, Centro de Publicaciones Educativas y material didáctico, Novedades Educativas, 2009. 160 p. ISBN 978-987-538-255-8
Palabras clave: Educación, Violencia Escolar, Bullying

Inseguridad en las rutas, violencia en las calles y en las escuelas, son temas favoritos de las prensa. Los medios muestran a una docente padeciendo crueles burlas, magnificadas por el celular que las filma y la televisión que las reitera obsesivamente. Imágenes de estudiantes golpeándose a la salida de la escuela. ¿Por qué casos aislados producen una generalización rotunda? ¿Por qué no se publicitan las formas por las que niños y jóvenes buscan salidas consensuadas, o no, a sus propios conflictos?

Por esto, es valioso que una antropóloga social, con una larga trayectoria previa como directora y docente de escuela, se interrogue ¿violencia escolar: sí o no?, ¿por qué se pelean los chicos?, recurriendo a la investigación etnográfica para responder desde dentro, recuperando precisamente la voz de los propios niños en el marco escolar.

En este tipo de investigación no hay encuestas ni muestreo, no hay espectacularidad, pero si hay mucha observación, entrevistas y diálogos que permiten conocer las lógicas que los sujetos le atribuyen a sus prácticas.

¿Por qué se pelean?
“Por cargadas”, “por fútbol”, “por insultos”, “por puteadas”, “por boludeces”…
A partir de la lectura de los registros, podrían sumarse otros motivos desencadenantes a los ya mencionados por los chicos. Sin embargo, el intento de construir, desde la narración de un simple acontecimiento o de la observación de un hecho fugaz, una suerte de grilla descriptiva que enumere cuáles son los posibles motivos de pelea como un objetivo en sí mismo, puede transformarse en un ejercicio que no lleva a ninguna parte. Los motivos desencadenantes de sus peleas pueden ser muchos, variados, significativos o no tanto. Pero, también, pueden resultar demasiado fugaces en la medida que exista la pretensión de considerarlos como punto de partida y no como parte de procesos de construcción y reconstrucción de relaciones, procesos que forman parte de las interacciones cotidianas que se dan entre los chicos, que se actualizan día a día y cuentan una historia.

A los efectos de este trabajo, la selección de los testimonios que nos hablan de los motivos que desencadenan sus peleas, no constituye un fin en sí mismo sino que debe ser leída como un medio que permite abordar cuestiones de suma importancia dentro de esta investigación.

1.  Estos testimonios ofrecen suficiente material empírico para demostrar que "las peleas a los golpes son moneda corriente dentro de esta escuela" aun cuando los maestros hayan soslayado esta cuestión. En cada uno de los testimonios transcriptos, puede leerse que la presencia del cuerpo y en particular, la presencia del cuerpo como blanco, ocupa un lugar protagónico. Tal vez, en algunas oportunidades, pueden tratarse de testimonios que no siempre posean efectos de realidad o que la narración a posteriori del suceso por parte de los chicos contenga detalles acaso exagerados. Sin embargo, a lo largo del trabajo de campo, ha sido posible observar innumerables situaciones en las que los chicos han derimido sus peleas o conflictos a través de golpes, patadas, piñas y empujones. De manera tal que, en el interior de esta escuela, se asiste día a día a prácticas agresivas visibles entre alumnos sin que las mismas adquieran visibilidad frente a la mirada de sus maestros.

¿De qué factores depende esta invisibilidad? ¿Qué es lo que la provoca? ¿De qué factores depende que ciertas prácticas, en particular las peleas físicas entre los chicos, adquieran visibilidad entre adultos de la institución? Si la escuela no sanciona las prácticas agresivas, es posible que estas prácticas sean aceptadas y/o justificadas dentro del ámbito escolar. De esta manera, se transforman en invisibles o irrelevantes y sólo se harán visibles cuando sus consecuencias superen la notoriedad que la escuela define como tolerable.

¿Qué hubiera sucedido si el padre de Luciano no se hubiera acercado a la escuela para comentarle al equipo directivo que su hijo había sido pateado en medio de un juego, el juego de la mosca, por gran parte de sus compañeros? ¿La escuela, aún sin el reclamo de este padre, hubiera organizado una reunión para poner al tanto a todos los padres de sexto sobre esta situación? Evidentemente se trata de preguntas sin respuestas, sin embargo, abren la posibilidad de conjeturar que dentro del ámbito escolar, uno de los factores que puede incidir para que los de mecanismos de sanción se desaten, es la resonancia que el caso en cuestión pueda llegar a adquirir.

Los testimonios referidos a los motivos que desencadenan sus peleas, permiten analizar de qué dependen los modos, las estrategias o las prácticas que los chicos utilizan a la hora de dirimir sus conflictos. Sin embargo, antes de pasar a este tema, resulta necesario detenerse en una cuestión central: ¿cuáles son las representaciones que los chicos tienen acerca de lo que es una pelea?

“Sí siempre hay quilombos. Siempre hay  peleas y siempre pasa, pero siempre, eh? Que como nos tienen de punto… nos retan. Entonces hay veces que nos peleamos o no peleamos así un poco y ya empiezan ‘vamos a llamar a tu mamá, traeme el cuaderno’ [dice con voz finita]… igual no pasa nada, siempre nos peleamos.” Jasón

En principio, Jasón expresa que existe alguna diferencia entre “pelearse” y “pelearse un poco”. En uno de los capítulos anteriores, he relatado una situación observada en mi primer día en el campo durante uno de los recreos, cuando uno de los chicos pateaba al “gordo pelotudo” que estaba en el piso. Una verdadera escena de pugilato que, ateniéndose a la respuesta dada por los chicos, debía ser interpretada como un “discurso social” no agresivo:

“Al lado mío, un grupo de chicos de tercer grado empezó a pelearse, uno de ellos estaba en el piso, otros tres lo pateaban y él iba devolviendo los golpes como podía, ‘gordo pelotudo’, le gritaban. Cómo seguían pateándolo, intervine y les dije que no se patearan más. ‘Es un juego’, me dijeron.”

Desde mi punto de vista esta situación había sido poco agradable, por lo menos para el chico a quien estaban pateando, sin embargo para él y los demás, se trataba de un “juego”.


Una “quiebra” señala una disyunción entre dos mundos, aparece cuando las expectativas del etnógrafo/a no resultan satisfechas. El problema hace necesario proporcionar una explicación que la elimine. “Una vez que ocurre una quiebra, algo debe hacerse al respecto. Por conveniencia, llamaremos proceso de resolución al proceso de trasladarse desde la quiebra hasta la comprensión.” (Agar 1991)

En esta ocasión en particular, cabe la posibilidad de que los chicos hayan querido minimizar el hecho frente a una persona adulta para evitar probables consecuencias. O tal vez, el chico a quien estaban golpeando, haya preferido no contradecir a sus compañeros, pero esta vez, para evitar las probables consecuencias por parte de ellos. Sin embargo, es posible que estas suposiciones no logren explicar gran parte de otras situaciones donde los chicos también me habían respondido “es un juego”. ¿Qué es, entonces, lo que marca la diferencia o el límite entre una pelea y un juego? ¿Cuándo es un juego y cuándo una pelea? Le hice a Jerónimo esta pregunta:
“Una pelea es de verdad, una peleíta es que estás jugando en broma y no pasa nada. Porque hay veces que estamos jugando una peleíta y a uno le ganaste y se calienta y te pega o le estás ganando y ahí te empieza a pegar de verdad y ahí saltás”. Jerónimo

Evidentemente, la diferencia no radica en el hecho en sí, sino en cómo es percibido por quienes lo protagonizan, por los antagonistas en cuestión. La diferencia entre pelea y peleíta, quedaría definida por el papel que ocupan dentro de la situación los antagonistas: quien corre con ventaja, la percibe como peleíta en la que estás “jugando en broma y no pasa nada” y, el que está en desventaja, como una “pelea de verdad”. Si preguntamos a una persona que ha ejercido violencia, si su objeto era ocasionar el daño que causó, muy habitualmente la respuesta será negativa. Para el agresor la intencionalidad de la violencia nunca queda conectada con producir el daño que realmente produce. Sin embargo, ésta también podría tratarse de una explicación apresurada. No es tarea fácil determinar, por el solo hecho de haber presenciado una situación fugaz, quién es el agresor y quién el agredido.

“Tanto si la violencia es física como si es verbal, transcurre en cierto intervalo de tiempo entre cada uno de los golpes. Todas las veces que un adversario golpea a otro, espera concluir victoriosamente el duelo o el debate, asestar el golpe de gracia, proferir la última palabra. Momentáneamente, la víctima necesita de un cierto tiempo para recobrar sus ánimos, para poder replicar al adversario. Mientras esta respuesta se hace esperar, el que acaba de golpear puede imaginarse que ha asestado el golpe decisivo”. (Girard 1995)

En la cadena de hostilidades en la que agredidos y agresores sus papeles se alternan, se suceden, no cesan de invertirse:

“Lalo se te hace el malo… El otro día lo agarré del cogote allá debajo de mi casa y le dije ‘vos te hacés el malo cuando estás con los chicos, vení y hacete el malo solo’, le dije. ‘No, Marcelo, todo bien, todo bien’, me decía. Y ahora cuando está con éstos me grita ‘puto, este es el baño de varones’. Ese chabón es un caradura… ya lo voy a agarrar otra vez y le voy a dar una trompada.” Marcelo

Se puede apreciar que no hay una chica o un chico reconocibles como “el o la que siempre pega” o “recibe”. Todos a su tiempo son “matones” pero a su vez acusan a otros de serlo. De manera tal que existe una alternancia constante entre quienes propinan golpes y quienes los reciben.

Las maneras en que los chicos y las chicas dirimen sus conflictos, como también el grado de significatividad que les otorgan, están directamente relacionados con la ubicación que cada uno de ellos ocupa dentro del mapa de relaciones que establece con la totalidad de sus compañeros.

La posibilidad de que los educadores sociales proporcionen a cada uno de sus alumnos “la oportunidad de convertirse en ciudadanos con el conocimiento y el valor adecuados para luchar con el fin de que la desesperanza resulte poco convincente y la esperanza algo práctico. Por difícil que pueda parecer esta tarea a los educadores sociales, es una lucha en la que merece la pena comprometerse” (Giroux 1990).

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